El camarero se acerca a la mesa que ocupamos en la terraza
de un bar del puerto.
- Lo mismo
por favor. – Le indico con la aprobación de Adriana.
Realiza un gesto de aceptación y desaparece en el interior
para volver al poco rato con las refrescantes bebidas en este día de sol
primaveral.
El aire del mar llenando nuestros pulmones y la tranquilidad
que ofrece el murmullo del agua, todo un placer matutino. Recuerdo las mañanas
de resacosos viernes tras largas noches de jueves. Esas horas previas a la
vuelta a las clases universitarias de las tardes antes del fin de semana. Horas
que torturaban nuestras cabezas más que cualquier otro día en la Facultad.
- Pues no lo entiendo. – Comenta Adriana despertándome de
mis pensamientos. – Aquí se está muy bien. No
veo eso que tanto comentan del Ferrol deprimido…
- No sabría
cómo explicártelo. – Contesto. – Es algo que se lleva dentro, y tras cinco largos años aquí es lo que creo entender. Para mí es
como el enamorado que escribe sobre un amor imposible y que si ese amor fuera
posible inmediatamente se disiparía.
- Refresco mi garganta bajo el Sol reluciente para continuar
mis explicaciones:
- La visión trágica impide ver todas las posibilidades, pero
a un ferrolano parece enamorarle esa visión.
- No sé,
nunca antes había estado aquí. Cuéntame algo más sobre el tiempo que estuviste
aquí. Alguna de esas aventuras que siempre sacas a relucir.
- Si,
claro. – Sonrío. – Para eso estamos aquí.
¿No? Yo el guía de las anécdotas y tú la turista.
- Pues la
verdad es que como guía no tienes precio. – Replica Adriana divertida. – De
verdad, nadie pagaría por tan mal servicio. – Ríe a carcajadas.
Paseamos por el muelle y por las viejas calles con los
húmedos y pequeños bares porteños, donde marineros llenan sus copas tras largas
jornadas de trabajo y recuerdan viejos tiempos o se inventan hazañas imposibles.
- Ese. - Le
indico señalando a la derecha. – En ese lugar te servían los mejores bocatas
que jamás he probado. Una barra de pan completa, con su queso, pimientos, raxo
y mayonesa. – La saliva acompaña a mis
palabras recordando esas bombas de colesterol que tan bien sentaban al estómago
y al cuerpo, placer en un mediodía de vagancia, tras una larga aventura
nocturna.
- Aja. – Asiente
Adriana. – Entonces esa es la razón de tus quilos hace unos años. ¿No?
- Sí, esa
fue la razón. Pero es que eso estaba tan bueno… Tras unos vinos en estos
locales con buena compañía, eran todo un goce para nuestras barrigas.
- Sí. No se
puedo negar el encanto que tiene esta zona. – Afirma Adriana posicionando sus
gafas sobre el cabello y observando a su alrededor.
Recorremos el parque Reina Sofía con sus orgullosos pavos
reales, admiramos la visión del Arsenal en la distancia desde los hermosos y
floridos Jardines Herrera, y volvemos al
coche para dirigirnos al centro. Tenía que mostrarle un lugar donde recordaba,
se decía servían el mejor café de la comarca. Un lugar con clase, digno de
exquisitas tertulias literarias donde podríamos imaginarnos a un joven Oscar
Wilde debatiendo con sus amigos. El ambiente invita al relajamiento de la
mente, pero no disponemos de mucho tiempo y hay mucho aún por ver.
Cogemos camino hacia Doniños, playa que más recuerdo de mi
estancia. En el trayecto divisamos la maltratada y olvidada por las
administraciones, universidad politécnica de Serantes. Adriana parece
sorprendida del aspecto tan deteriorado que ofrece el centro.
- ¿Y ahí es
donde montabais esas fiestas universitarias que me contabas? – Observa
sorprendida.
- No te
dejes engañar por el aspecto exterior. Lo mejor de este lugar está dentro.
Es curioso, como con el tiempo, acabas añorando algunos
momentos pasados en un lugar que millones de veces odiaste y maldijiste.
Toda la gente que conociste, todos esos momentos que te
marcaron en horas de estudios, todas esas locuras realizadas en esta u otra
ocasión. Profesores y alumnos peculiares, momentos de agobio, compañeros poco
sociables que no compartían su examen. (En este momento los recuerdos me
arrancan una gran sonrisa), las cañas en la cantina previas a una gran noche o
las tardes jugando a las cartas. Y la cumbre de todo; “El patrón de los
Ingenieros”, día esplendoroso donde afloraba lo mejor y lo peor de cada uno;
delirio de alcohol, streapers improvisados en escenarios, y mañanas donde unos
se despertaban solos y con gran dolor de cabeza, otros acompañados y con gran
dolor de cabeza y otros más que acompañados y con dolor de cabeza.
- Después
me tienes que enseñar la discoteca esa donde acababais las noches. Esa con nombre
de animal… ¿Zebra no?
- Mmmmm… No
sé si dispondremos del tiempo suficiente. Pero no creo que vaya a interesarte
mucho, lo mejor de ese lugar también estaba en el interior, exteriormente no es
precisamente una maravilla. Me resulta increíble pensar cómo conseguíamos
arrastrarnos hasta esas horas y continuar la noche hasta el amanecer.
Como una zebra acababas al salir de ahí. – Río. - No sabías si eras blanco o negro. Y después, a
volver a casa cantando y botando de pared en pared por toda la calle Real como
en un pin-ball.
Pasamos por la Malata donde muestro el campo de fútbol del
Racing y el de rugby donde en su momento tuve ocasión de participar con el
Almallo.
Full Contact con el gran campeón conocido por todos Juancho
Vazquez , Rugby o la práctica de Capoeira
en los últimos años fueron algunos de los deportes que me ofreció la ciudad.
La tarde en la playa fue fantástica, el Sol suave y esa
arena blanca y menuda, tan fina, que al coger un puñado y contraer la mano, se
escurría entre los huecos de esta.
- ¿Sabes? –
Le digo a Adriana.- No te lo vas a
creer, pero aquí he visto algunas de las
más altas muestras de vanidad. Imagínate, chicas en bikini y con maquillaje…
Pues eso lo vieron estos ojos más de una vez.
Adriana se sorprende y se niega a aceptar mis palabras
creyendo estoy bromeando.
- En serio,
te lo puedo asegurar. – Insisto entre risas.
Ya llegadas las seis de la tarde es un buen momento para un
pincho y un vino blanco en la Graña, lugar con ese aire tan especial de
pequeñas casas de marineros.
Disfrutamos de esos suaves rayos de Sol en la terraza antes
de mostrarle lo que para mí siempre fue la joya de la corona de la ciudad; El
Castillo de San Felipe del siglo XVI.
- Volvamos
al coche, aún tenemos algo más que visitar antes de que se vaya la luz.
Dentro del Castillo, y a las últimas horas de Sol,
observamos desde las almenas el Castillo de La Palma en la orilla opuesta, y el espectáculo
de color en el ocaso del Sol con el mar. Adriana parece maravillada.
Volvemos al centro con la sonrisa del que ha disfrutado de
un buen día. Y qué mejor forma de acabarlo que con un vino, y disfrutando de la
alegría de un mesonero cantor y un espectacular pincho.
Este último
local antes de nuestra despedida a la ciudad la sorprende de forma muy grata,
atreviéndose incluso a hacer los dúos al simpático hostelero.
Cuando atravesamos el Ponte das Pías de vuelta, Adriana me
dice:
- No lo
entiendo, me lo he pasado fenomenal, y desde luego, tendremos que regresar… Tú me habías hablado de más
cosas, de unas cuevas o algo así… Y las
demás playas…. – Entonces, se gira en su asiento hacia mí y vuelve a
hacerme la pregunta: - ¿Pero cuál es el problema? ¿Por qué siempre dicen que
está muerto?
La miro a los ojos y le contesto:
- No lo sé, yo tampoco lo
entiendo.
Una ferrolana me mostró lo mejor de su ciudad, y ahora yo
hago lo mismo con Adriana. Porque no sólo hay melancolía, pero aquí siempre te
despiertas con ella.
AUTOR: David Collazo Dubra
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